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Francisco de Goya, pintor que maduró con la Ilustración y abrió paso a las formas y temas del arte contemporáneo, estuvo muy vinculado durante su larga vida a la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, que conserva un excepcional conjunto de obras de arte y de testimonios documentales del maestro.

El primer contacto de Goya con la Academia tuvo lugar en 1763, cuando a los diecisiete años optó a una de las vacantes producidas entre los pensionados de Roma. La prueba se realizó en enero siguiente y participaron varios aspirantes, siendo Goya de los más jóvenes. No obtuvo éxito, pues todos los votos se concedieron a Gregorio Ferro, de veinte años de edad, quien recibió la pensión. Este contratiempo llevó a Goya a solicitar ayuda de su paisano Francisco Bayeu, amigo de su padre y pintor introducido en la corte.

En 1766 optó al premio de pintura de primera clase, sobre el tema fijado por la Academia de «La emperatriz Marta de Constantinopla ante Alfonso X». Tampoco en aquella ocasión obtuvo éxito, siendo otorgado el premio a Ramón Bayeu. Goya, desilusionado, se apartó de la Academia por mucho tiempo, hasta 1780. Entonces, con treinta y cuatro años, era ya un artista reconocido.

Envió su Cristo crucificado el 5 de mayo de 1780 solicitando ingresar en la corporación, donde sería elegido por unanimidad el 7 del mismo mes, como refirió el secretario de la Academia, Antonio Ponz:

Después di cuenta de otro memorial de D. Francisco de Goya, quien asimismo suplicaba que la Academia se dignase admitirle entre los de su cuerpo, y en la clase que fuere de su agrado, y para esto presentó una pintura del Señor crucificado, figura del tamaño del natural. Le propuso asimismo el Sr. Viceprotector para académico de mérito, y tuvo todos los votos a su favor.

En el lienzo de Cristo crucificado Goya demostró un total dominio de su oficio. Con inteligencia, lograría la aceptación académica ciñéndose al imperante estilo neoclásico (que él llamó «arquitectónico» en una carta dirigida a su amigo, el también aragonés Martín Zapater). En abril de 1785, la Academia, por orden de Floridablanca y con la aprobación de Goya, remitió el Cristo con otros cuarenta cuadros al convento madrileño de San Francisco el Grande, para instalarlo en su sacristía. Más tarde pasaría al Museo de la Trinidad y desde allí, finalmente, al Museo del Prado.

El éxito de Goya como académico de mérito le llevó a solicitar el 18 de marzo de 1785 el cargo de teniente director de pintura, que le obligaba a impartir clases y le acarrearía, en palabras suyas, «poco provecho y mucho honor».

El 3 de abril de ese año fue propuesto para la plaza, derrotando en esta ocasión a Gregorio Ferro, quien obtuvo ocho votos frente a sus nueve. De esta forma, el 5 de junio de 1785 se daba noticia en junta académica de su nombramiento:

Después de leído el acuerdo anterior, di cuenta de una carta del Sr. Protector, en que me decía cómo S. M. había elegido a D. Francisco de Goya por teniente director de pintura, conformándose con la propuesta a favor de este que la Academia le había hecho. Se le mandó dar la posesión, y habiendo entrado en la sala recibió las enhorabuenas, y dio muchas gracias a la junta por lo que le había favorecido.

A partir de ese momento Goya asistiría con regularidad a las sesiones de la Academia, como consta en sus actas. A la muerte del pintor Antonio González Velázquez, Goya fue propuesto, en terna con Francisco Bayeu y Mariano Salvador Maella, para ocupar el puesto de director de pintura. En junta de 4 de mayo de 1788 se decidió el orden en que serían presentados los candidatos al rey. Goya no obtuvo ningún voto, siendo Francisco Bayeu el elegido. Esta decisión produjo cierta rebeldía en el artista, que se dejaría traslucir en su votación de los premios extraordinarios de aquel año. Expresó su disconformidad con los otros profesores, actitud coherente con su concepto personal de la pintura, que más tarde plasmaría en su importante Informe sobre el estado de la enseñanza de las Bellas Artes de octubre de 1792.

En este escrito, dirigido al viceprotector Bernardo de Iriarte, que había requerido a los profesores su opinión acerca de la enseñanza, Goya volcaba su ideal estético y defendía la libertad del artista: «Las Academias no deben ser privativas ni servir más que de auxilio a los que libremente quieren estudiar en ellas, desterrando toda sujeción servil de escuela de niños, preceptos mecánicos, ayudas de costa y otras pequeñeces que envilecen un arte tan liberal y noble como es la pintura». Más adelante afirmaba: «No hay reglas en la pintura […]. La obligación servil de hacer estudiar o seguir a todos por un mismo camino es grande impedimento a los jóvenes que profesan un arte tan difícil».

Continuaba el escrito de Goya con una exaltación de la naturaleza: «¡Que sin ella nada hay bueno, no sólo en la pintura (que no tiene otro oficio que su puntual imitación) sino en las demás ciencias!». Resaltaba también la importancia del dibujo, negando la necesidad de estudiar con horario fijo la perspectiva y la geometría, «puesto que el dibujo mismo lo pedirá a su tiempo». Mostraba asimismo su admiración por Annibale Carracci, «que con la liberalidad de su genio dio a luz más discípulos y mejores de cuantos profesores ha habido, dejando a cada uno correr por donde su espíritu le inclinaba, sin precisar a ninguno a seguir su estilo ni método». Denunciaba el encasillamiento en modelos artificiales, sin vida y alejados de la naturaleza, así como a quienes enjuiciaban la enseñanza sin tener conocimiento de la materia.

Aludía, por otro lado, a la decadencia de las artes en aquel momento, y advertía que los discípulos no debían «ser arrastrados del poder ni de la sabiduría de las otras ciencias y sí gobernados del mérito de ellas», dejando que descollara por sí mismo el mejor artista. Por esto aconsejaba «dejar en plena libertad correr el genio de los discípulos que quieran aprender, sin oprimirlos, ni poner medios para torcer la inclinación que manifiestan a este o aquel estilo en la pintura». Terminaba diciendo: «No hay otro medio más eficaz de adelantar las artes».

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