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Doce de la mañana en Ávila; en concreto, en el mirador de los Cuatro Postes. Un grupo de turistas madrileños posan para formar parte de una foto inolvidable que inmortaliza su presencia en la ciudad castellana, cubierta del manto blanco nevoso que ha dejado la noche anterior y que en este día despejado brilla bajo el débil sol invernal, proporcionando una estampa única al turista, siempre ávido de captar imágenes inusuales que justifiquen la escapada a una distancia razonable de la capital española. Lo que no sabe este grupo de visitantes es que si viajásemos en el tiempo nueve siglos atrás, podrían estar tomando una fotografía de Madrid muy similar desde el cerro de las Vistillas o la Casa de Campo, con una magnífica muralla cristiana de alrededor de dos kilómetros de perímetro de fondo y que poco tenía que envidiar a la de la capital abulense.

Pero si viajáramos aún más en el pasado, unos once siglos atrás, también podríamos tomar una magnífica panorámica de la pequeña medina de Maŷrît rodeada por una muralla islámica que abarcaba un territorio de unas pocas hectáreas. Efectivamente, querido lector, Madrid no sólo tuvo un recinto amurallado durante la Edad Media, sino que disfrutó de dos, algo de lo que pocas ciudades europeas pueden alardear.

En la recientemente publicada guía ilustrada Mis muros de fuego son se hace un recorrido por el trazado de lo que en su día fue la muralla cristiana del siglo xii, el cual se aprovecha para conocer mucho más sobre la historia de las calles y barrios que atraviesa. Con la lectura de esta publicación podremos viajar en el tiempo para, por un lado, gozar de los vestigios que a pesar de tantas vicisitudes se han conservado hasta la actualidad, y por otro, hacernos una idea del aspecto que debían tener hace tanto tiempo estos límites de la ciudad de la mano de unas excelentes ilustraciones, las cuales recrean con total rigor histórico las murallas que una vez abrazaron la villa medieval que con el tiempo llegaría a ser una de las metrópolis más importantes de Europa.

La parte de la historia madrileña a la que acabamos de aludir es la gran desconocida tanto para la mayoría de turistas que visitan la capital española y como para los oriundos de la ciudad, pues la existencia de las murallas medievales de las que disfrutó Madrid es algo casi completamente ignorado por la mayoría. A ello, sin duda, ha contribuido la desaparición de la mayor parte de los recintos fortificados, fruto del devenir histórico, aprovechamiento de sus materiales en otras construcciones o sencillamente abandonados a su suerte. No obstante, desde hace unos años las autoridades municipales han mostrado un gran interés por la protección de este patrimonio de la ciudad, el cual se está poniendo en valor y está siendo promocionado a través de una serie de actuaciones puntuales llevadas a cabo en el entorno por el que una vez discurrieron estas impresionantes murallas.

La causa principal de que tanto foráneos como madrileños ignoren la existencia de estos magníficos recintos fortificados la tiene en gran medida la poca accesibilidad que tienen los restos que han llegado hasta nuestros días. De hecho, los lienzos más grandes de la muralla cristiana del siglo xii se encuentran en fincas particulares (Cava Baja), sedes de instituciones con horario restringido (Real Academia de Ingenieros), restaurantes (Cava Baja, plaza de los Carros), cafeterías (calle del Espejo) o museos (Museo Colecciones Reales). En muy pocas ocasiones somos capaces de apreciar la magnitud de los muros medievales de forma accesible y clara, pues, a excepción de la muralla islámica de la Cuesta de la Vega, el resto se encuentra oculto a los ojos del transeúnte.

El desconocimiento de la historia medieval de Madrid es otro hándicap al que se enfrenta cualquier intento de poner en valor esta etapa de la historia madrileña y, en consecuencia, el legado cultural que ha sobrevivido hasta nuestros tiempos. Esto es debido en gran medida al hecho de que siempre se ha preferido resaltar la condición de la ciudad como capital de los Austrias sobre sus humildes orígenes, algo evidente en la gran desproporción de rutas guiadas que se ofrecen a todo aquel interesado en el pasado de la capital española. Así, basta echar un rápido vistazo a los folletos y carteles con los que las empresas dedicadas al turismo en la ciudad intentan atraer a propios y extraños para adentrarlos en el conocimiento del pasado de la metrópolis, muchos de los cuales versan sobre el Madrid de los Austrias o el Madrid de los Borbones. ¿Y no hay nada sobre la Edad Media? Para eso, siempre están las excursiones a Toledo, Ávila y Segovia. Muy pocas agencias turísticas ofrecen un paseo por los orígenes de Madrid y sus primeros siglos de historia.

La apariencia actual de la ciudad del Manzanares tampoco ayuda a concienciar a los amantes del estudio del pasado sobre la importancia de la Villa y Corte durante el Medievo. De hecho, el apreciado lector se sorprendería del desconocimiento histórico que el ciudadano de a pie tiene sobre esta etapa histórica en su ciudad, siendo muy común oír comentarios como el de que Madrid no era más que una aldea cuando Felipe II decidió establecer en ella la sede permanente de la corte o que la futura capital «no eran más que cuatro casas» en el momento en que el Rey Prudente tomó dicha decisión. Nada más lejos de la realidad.

Es cierto que hacia mediados del siglo xvi la futura capital ibérica no tenía la entidad ni el prestigioso pasado de Toledo, el tamaño, riqueza y habitantes de Sevilla o las construcciones monumentales de León, Burgos o Segovia, pero también es verdad que Madrid distaba mucho de ser cuatro casas hacia esas alturas de la historia. Su población hacia 1561 se estima en unos veinte mil habitantes aproximadamente, mientras que Toledo en la misma época tenía unos 55 mil y Sevilla en torno a 110 mil. Así pues, teniendo en cuenta que la capital es hoy en día la ciudad más grande de España con sus casi 3 200 000 habitantes, en la segunda mitad del siglo xvi lo era la ciudad hispalense, que era cinco veces más grande. Por tanto, respetando la proporción, la decisión de establecer la capitalidad en Madrid en 1561 sería como si hoy se decidiera trasladarla a una ciudad que fuese cinco veces más pequeña, es decir, de unos 640 mil habitantes. Esta es la población actual de Zaragoza y está por encima de ciudades como Málaga, Bilbao o Alicante. Imagino que el lector estará de acuerdo conmigo en que ninguna de estas urbes tiene la consideración de aldea, pueblo o cuatro casas.

Entonces, ¿de dónde sale esa creencia tan extendida de que Madrid era un poblacho cuando el segundo de los Habsburgo españoles la escogió como capital? Probablemente la cuestión en sí no debemos plantearla a través de lo que había en la ciudad, sino más bien en lo que le faltaba.

Al contrario que otras ciudades castellanas que lucían con orgullo imponentes catedrales, colegiatas o grandes iglesias, Madrid carecía de diócesis, pues dependía —y de hecho lo hizo hasta el sigo xix— de Toledo. La principal consecuencia es que nunca se pudo proyectar una catedral en la ciudad hasta que un obispo no hiciera de ella su residencia. Por tanto, a diferencia de otras ciudades importantes del reino como Segovia, Toledo, Salamanca, Burgos, León, Oviedo o Sevilla, cuyos templos catedralicios, visibles a gran distancia, parecían tocar las nubes a los ojos de un viajero que se aproximara a estas urbes, Madrid no podía ofrecer más que un puñado de parroquias, a cual más humilde.

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