Madrid es un pueblo extraordinario, que ha sabido conciliar lo divino y lo humano con rara habilidad. Así ha ocurrido con la celebración del Corpus, fiesta religiosa por antonomasia en la que en el pasado no faltaban los elementos populares, algo escandalosos para los más devotos.
Hoy las notas grotescas, que evocaban a los enemigos de Dios y de la Iglesia, constantemente atacados y vencidos por las virtudes cristianas, así como el ingenio literario y el gusto artístico de otros tiempos, han sido sobrepasados por el rigor piadoso atrincherado en torno a la custodia que durante siglos viene desfilando por nuestras calles.
El culto al Santísimo Sacramento, con el nombre de Corpus Christi data del primer tercio del siglo XIII. El piadoso Robert Thorete, obispo de Lieja, instituye la celebración en su diócesis en 1246, creando una procesión anual un jueves después de la Pascua de Pentecostés, con el Señor Sacramentado entronizado en un gran y rico relicario de plata y oro, conducido bajo palio a hombros de seis u ocho sacerdotes vestidos de sobrepelliz y capas de coro (su primer evento se remonta al 5 de junio de 1249). Este artículo de José Mª Ferrer González recoge la historia de esta festividad desde sus orígenes hasta nuestros días.