La Casa de Fieras cerró sus puertas hace más de cuatro décadas, pero por sus estancias, ahora reconvertidas en biblioteca y salas de lectura, se diría que aún se oyen los sonidos de antaño: el rugir del león, el cantar de pájaros exóticos, el intercambio de impresiones y asombros de la conversación de los visitantes, disfrutando de la colección avifáunica. Les invitamos a conocer, con mayor detenimiento, la historia de este singular edificio del patrimonio arquitectónico madrileño.
La documentación existente, no muy abundante, sobre la presencia en Madrid, para contemplación y recreo de sus dueños, de animales en cautividad, nos retrotrae al siglo xvi.
Es conocida la historia, casi una leyenda, del rinoceronte traído a la capital por unos feriantes portugueses para su exhibición pública. El recuerdo de aquel acontecimiento perdura en el nombre de la actual calle de la Abada (que desemboca en la Gran Vía), pues así se denominaba entonces al rinoceronte.
Las mejores colecciones faunísticas de la época pertenecían, sin duda, a las clases privilegiadas, especialmente nobles y reyes. Felipe II mantenía, en el patio del Alcázar, a un león, y un buen día del año 1562 el animal se escapó de la jaula dando pie a una singular cacería en las inmediaciones del arroyo Abroñigal; fue abatido por el sotomontero mayor de la casa del rey, Cristóbal Sendín de Barrientos.
Fuera de curiosos sucesos, el antecedente más ligado a la Casa de Fieras lo encontramos una centuria más tarde, en el reinado de Felipe IV. Su valido, el conde-duque de Olivares, poseía unos terrenos cerca del Apartado o Cuarto Real, en el sitio de los Jerónimos, residencia habitual de descanso de los monarcas españoles (de ahí el nombre de «El Retiro»). Allí tenía el conde-duque una colección faunística, especialmente de aves, y destacaba una gallina a quien el valido, con cariño, llamaba Doña Ana. En deferencia a tan popular inquilina, los madrileños llamaban a la finca El Gallinero.
Con el tiempo, la propiedad acabaría en manos del rey y, tras diversas compras y donaciones, los terrenos originales se fueron ampliando. Se empezaba a trazar lo que serían los jardines del Buen Retiro.
Estamos en 1634, y aquel vergel ha quedado habilitado con todo lujo de detalles. Se han reconstruido y mejorado diversos edificios, entre ellos el Gallinero o la Pajarera. En el patio de entrada al palacio se ha acondicionado otro espacio para mantenimiento de animales peligrosos: la Leonera. De ambas edificaciones hay minuciosas descripciones: «Al fin de todo hay, formando enrejados de alambre una como jaula gigantesca, donde se han recogido de todas partes aves exquisitas por su canto y plumaje […] Delante del cuarto que cae a Poniente, hacia el Prado, hermosa leonera fabricada del modo de Florencia, pero no tan grande, por lo que se pelean los animales. Es de figura aovada, hay tres leones, un tigre, un oso y algunos lobos […], con sus cubiles o guaridas para cada fiera, a fin de evitar que, estando juntas, se malhiriesen peleando entre sí, y en la parte de arriba, como vistas, un corredor con su barandilla de balaustres de hierro, para curiosidad y diversión de los reyes». La fama de semejantes recintos y sus inquilinos se divulgaba, no sin cierta crítica, por escritores de prestigio, como Lope de Vega o Calderón de la Barca. El león era la gran atracción, un felino al que había que proveer, diariamente, de una ingente cantidad de carne de vacuno.
Así pues, la Leonera, ubicada en una esquina del recinto, cerca del antiguo asentamiento de la Puerta de Alcalá, se puede considerar el antecedente más remoto de la actual Casa de Fieras del Retiro.
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