Desde que fuera elegida por Felipe II como sede permanente de la corte de España, Madrid era casi la única capital de Europa que no disfrutaba de puerto de mar ni de una gran vía fluvial. Trasladar desde Lisboa a Londres los marfiles que traían los portugueses de África y de Asia costaba la mitad en dinero y en tiempo que llevar a Flandes cualquier producto desde la capital de España. Esta situación provocará a lo largo de la historia una importante cantidad de propuestas cuyo objetivo era conseguir para la ciudad una salida navegable hasta el mar y superar de ese modo los inconvenientes económicos debidos a su situación geográfica.
Será sobre todo durante los siglos xvi y xviii, coincidiendo con el auge de los ideales renacentista e ilustrado, cuando proliferarán en la corte española ambiciosos planes para comunicar la capital con el mar. Y mientras se procura esa salida, la corte consuela su ausencia y acorta la distancia que la separa de la costa con fiestas reales, naumaquias y navegaciones de recreo.
La confianza en las posibilidades de nuestro sistema fluvial para organizar la navegación interior privilegiará, sobre todo a partir del siglo xviii, la analogía de los ríos peninsulares con el sistema circulatorio del cuerpo humano.
Cabanes, autor de uno de los estudios más exhaustivos sobre las posibilidades de la navegación por el interior de España, reconoce: «Jamás he desplegado el mapa de la Península sin sentir vehementes deseos de que fuesen navegables sus principales ríos, los cuales parecen colocados en ella con igual proporción y sabiduría que las arterias del cuerpo humano».
En palabras del ilustrado Cabarrús los principales ríos «atraviesan, como otras tantas arterias, nuestra península». Y Jovellanos, practicando su fe en el progreso, confía en que «los canales y la navegación de los ríos interiores, franqueando todas las arterias de esta inmensa circulación, llenasen de abundancia y prosperidad tantas y tan fértiles provincias».
Podrás leer el artículo completo en la revista Madrid Histórico 61