En la calle de la Puebla con vuelta a la de Valverde, a pocos metros del trasiego de la Gran Vía, se alza uno de los edificios religiosos más antiguos de Madrid, el convento e iglesia de las Mercedarias de Don Juan de Alarcón, así conocido por haber sido este sacerdote el albacea de su fundadora, doña María de Miranda. Sus muros y sus blasones atesoran una historia apasionante de familias encumbradas y venidas a la ruina, reclutadores de tropas para los Tercios, conversos de origen portugués, nobles sicilianos y religiosas en oración junto a los sepulcros ostentosos de sus patronos. Todo un compendio de las luces y las sombras de la España de los Austrias.
Para este recorrido por el tiempo proponemos emplear una particular guía de viaje: sobre las fachadas y en el interior del templo pueden contemplarse varios escudos de armas. Será la heráldica, con su idioma de piezas y esmaltes, la que nos muestre el pasado de este edificio singular, uno de esos enclaves en los que la piedra y el cincel acompañan al papel y la pluma en el grueso libro de la Historia.
Desde que el 23 de enero de 2014 fue declarado Bien de Interés Cultural en la categoría de Monumento, esta casa llena de historia y de leyenda goza de la máxima protección que conceden las leyes. Los nombres con los que es conocido, Alarcón y Miranda, requieren una mínima reseña puesto que ambos son los que figuran en la placa que el Ayuntamiento colocó no hace mucho en su fachada.
Doña María de Miranda, dama piadosa, quedó viuda de Juan de Zúñiga señor de Montalvo. En el año 1606, reinando Felipe III, concibió la idea de levantar a su costa una iglesia y convento donde pudiera recibir sepultura el día que Dios dispusiera que debía reunirse con su esposo. La fundación fue aceptada por la jerarquía eclesiástica, sería una casa de religiosas mercedarias, pero doña María falleció tan solo un año después, en 1607, dejando como albacea a su confesor, el religioso fray Juan de Alarcón, quien recibió los 2000 ducados del legado y comenzó las gestiones para edificar la iglesia, después ya vendría el convento.
Fue en 1636 cuando pudo iniciarse la obra, treinta años después de fallecer doña María, y bien porque la inflación mermase la bolsa del legado, bien porque los costes iniciales se disparasen con el tiempo, lo cierto es que el dinero se quedó corto y fue necesario por parte de la comunidad religiosa, que ya funcionaba en casas independientes, recibir ayudas, recurrir a censos y aceptar donaciones.
La obra se encargó al prestigioso maestro Juan de Aguilar, corriendo la parte de madera a cargo de los carpinteros Felipe de las Eras y Alfonso Urbina. A los tres años de iniciada la fábrica falleció el maestro Aguilar y le sustituyó el del mismo oficio Diego Delgado. Este maestro hubo de exponer a los pagadores que los costes exigían más dinero si se quería acabar la iglesia. Así, otros mecenas echaron la mano definitiva para la terminación del templo. Fueron Manuel José Cortizo de Villasante, al parecer con ciertas sombras de converso sobre su expediente, y su cuñada doña Luisa Hierro de Castro, quienes en agosto de 1653 se hicieron cargo de los gastos presentes y futuros en calidad de patronos. Los trabajos recibieron un fuerte impulso y la iglesia se terminó y consagró en 1656, treinta años después de haberse puesto la primera piedra.
Podras leer el artículo completo en el Número 69 de Madrid Histórico