Era un día gris y nublado a comienzos de abril de 1969 cuando el joven Antonio, con apenas 23 años de edad, vestido concienzudamente de traje y corbata, y recién salido de la Escuela de Hostelería de Madrid, se dirigió en su moto Vespa a unas oficinas en el centro de la capital. Hacía tan solo unos días había contestado a un anuncio del periódico que demandaba un gerente de hostelería para el futuro Parque de Atracciones de la Casa de Campo. Ya había pasado la primera criba en una entrevista con el departamento de Recursos Humanos y ahora estaba citado con Agustín González del Campo, que era el director general del Parque.
Tras una breve reunión en la cual Antonio expresó ansiosamente su afán y disponibilidad por el nuevo trabajo, el director general le preguntó si tenía un momento, ya que quería enseñarle el recinto antes de que se comprometiese de pleno con el proyecto. Sin dudarlo, Antonio aceptó gustosamente y los dos se dirigieron hacia la Nacional V en el coche del director general.
Una vez adentrados en la Casa de Campo, Antonio notó que por las estrechas carreteras que culebreaban entre los árboles, conforme proseguían hacía su destino, se cruzaban constantemente con un gran número de enormes camiones transportando todo tipo de materiales de obra.
Llegaron a un descampado y, nada más salir del coche, el director general abrió la puerta de una caseta de obra y le preguntó qué pie calzaba. Extrañado, contestó que tenía un 43 y el director rebuscó en una enorme caja de cartón. Sacó unas botas altas de goma que llegaban hasta la rodilla y se las entregó.
—Toma, estas te valdrán. Ponte las botas, que aquí hay tela.
Los dos hombres se calzaron las botas y caminaron hasta una valla que rodeaba el recinto. Al abrir una verja, de inmediato Antonio comprendió el porqué de las botas: de allí en adelante, cada centímetro del terreno que pisaban estaba embarrado y encharcado como si se tratase de una marisma –en algunos lugares llegando el agua casi hasta las rodillas–.
En este pantano de arenas movedizas Antonio vio cientos de obreros con su maquinaria, camiones y grúas en plena vorágine; parecían una colonia de frenéticas hormigas. A cada paso el joven hostelero se tropezaba con barrotes de hierro saliendo del suelo, mangueras, ladrillos, cables y cementeras, mientras que los obreros soldaban, los tractores movían arena de un lado a otro y enormes palas mecánicas excavaban profundos agujeros. Lo que más chocó a Antonio fue que, aunque la zona estaba repleta de trabajadores y maquinaria, apenas se podía identificar construcción alguna. Parecía que los obreros se afanaban en desmantelar y demoler en vez de estar construyendo algo reconocible.
A lo largo de este desconcertante tour, el director general comentaba orgullosamente:
–Esto será la avenida de las Cascadas, y esto será la Boîte Sagitario, y aquí irá la noria, y eso de allí es parte de la montaña rusa que se llamará 7 Picos. ¡Ah, sí!, y esa columna a lo lejos es la base del Platillo Volante, arriba habrá un restaurante…
Finalmente llegaron a una estructura a medio construir rodeada por un entramado de andamios y redes de seguridad.
—Este es el Mesón Castellano, uno de los tres restaurantes principales del parque. Está todo un poco patas arriba, pero tenemos previsto terminar las obras en un mes… para la inauguración.
Ante la cara atónita de Antonio, el guía prosiguió:
—En fin, ¿qué te puedo decir?, esto es lo que hay. Si quieres subirte a bordo de esta locura, serás bienvenido.
La impresión que tenía Antonio del proyecto era de caos total. Le parecía imposible que se terminase en las fechas previstas. En el mejor de los casos a las instalaciones de los futuros restaurantes les faltaban mesas, sillas, cubiertos, platos, ¡hasta incluso la cocina! Pero aun así, la tentación de formar parte de un proyecto tan ambicioso le fascinaba de tal manera que aceptó el trabajo.
Contra todo pronóstico, un mes más tarde el recinto abrió sus puertas en la fecha prevista: el 15 de mayo de 1969, el día de la festividad de San Isidro. El éxito fue tal que ante la desbordante cantidad de público se vieron obligados a cerrar las taquillas antes de la hora oficial de clausura por exceso de visitantes.
Antonio Castellanos trabajó más de 28 años en el parque. Comenzó como encargado de hostelería de todas las instalaciones de restauración del recinto y llegó a ser el director general de este parque de ocio que tantas alegrías, diversión y entretenimiento ha proporcionado a millones de visitantes madrileños, y de fuera, durante sus casi 50 años de funcionamiento ininterrumpido.
Esta es la historia de un sueño hecho realidad: la historia y evolución del Parque de Atracciones de la Casa de Campo desde sus conceptos preliminares hasta el presente.
Podras leer el artículo completo en el Número 69 de Madrid Histórico