¿Qué es lo primero que vemos al llegar a una ciudad? Posiblemente las instalaciones del aeropuerto o de una estación de ferrocarril, el control de aduana y casi seguro una larga fila de taxis esperando a recoger a los viajeros para trasladarlos a sus alojamientos.
¿Alguna vez nos hemos preguntado por la importancia que tiene este transporte urbano en la configuración del paisaje de una ciudad y en la formación de su historia? En muchas ocasiones, los ensanches y las transformaciones urbanas fueron el resultado de un trabajo conjunto de urbanistas, arquitectos, ingenieros y empresas de transportes de viajeros. En el caso de Madrid, empresarios de tranvías y taxis de caballos.
El taxi es uno de los transportes más antiguos de la humanidad. Cuando las ciudades empezaron a crecer y a transformarse en focos de intercambio comercial y cultural, fue necesario crear una red de transporte de alquiler para facilitar el desplazamiento de los habitantes. El taxi madrileño cumplirá en 2019 cuatro siglos y medio, pero también celebrará 110 años del autotaxi. El resto de los transportes de ciudad, como el ferrocarril, el tranvía, el autobús, el trolebús o el metro, aparecieron en la segunda mitad del siglo xix y primeras décadas del xx, tres siglos más tarde. Es decir, en este artículo vamos a conocer la historia de la movilidad de Madrid desde la ventanilla de un taxi a partir de los primeros momentos en que fue elegida capital del reino.
Las mulas de alquiler, los primeros taxis
¿Por qué cumplirá el taxi madrileño cuatro siglos y medio de vida en 2019? Porque en 1569 se publicaba un pregón de los alcaldes de Casa y Corte regulando el negocio de las mulas de alquiler que fueron los primeros taxis madrileños. Madrid era entonces una ciudad en constante crecimiento desde su nombramiento como capital en 1561.
Entonces la villa era pequeña, contaba con unos diez mil habitantes, cifra que se multiplicaría por ocho a finales de siglo. Aquel bando ya establecía una de las señas de identidad del servicio: las tarifas reguladas por la autoridad. Un transporte público, pero gestionado de forma privada.
En aquellos años el precio era de 60 maravedíes por día, y el mozo que llevaba la mula era el taxista de entonces, un asalariado que sufría los vaivenes del precio de la vida. Seguramente esta concepción de servicio semipúblico, controlado por el Concejo de la ciudad y más tarde por el Ayuntamiento, ha marcado la historia del taxi, siempre sujeto a precios intervenidos sin tener en cuenta el precio de la vida que en aquellos años incluía el alquiler de los establos, el precio de los animales, su alimentación y el jornal del mozo de mulas.
Por ello, ya desde los inicios, empezaron los conflictos entre los propietarios de las mulas y los alcaldes. A veces las demandas de los empresarios fueron atendidas, y otras no. Una historia ya conocida que se ha repetido hasta nuestros días.
Las sillas de mano
El avance de la sociedad y el crecimiento urbano dieron lugar a otras variantes de transporte. A finales del xvi aparecieron las sillas de mano, y más tarde las literas. Las sillas fueron al principio carruajes particulares, pero su uso se extendió tanto que en los últimos años de Felipe II la ciudad ya tenía un servicio de alquiler con paradas fijas en las plazas más céntricas, como las de Herradores, Cebada, Antón Martín, Santo Domingo, Provincia, Puerta del Sol y Alcázar Real.
Las sillas de mano, como más tarde pasaría con los primeros taxis de caballos, siempre tuvieron mala prensa. El periodista, político e historiador Ángel Fernández de los Ríos contaba lo siguiente en la revista La Ilustración Española y Americana, en 1876: «Mejores condiciones tenían las sillas de manos, que conducidas por hombres, no servían para distancias largas como las literas, pero prestaban incomparables servicios en las calles de Madrid, que eran una sucesión constante de pendientes: comenzaron a hacer uso de ellas las señoras y dueños de la corte, tuviéronlas luego personas menos encopetadas, y acabaron por generalizarse de tal modo que llegó a haberlas de alquiler, y al fin vinieron a influir hasta en la construcción de las casas principales…».
Efectivamente, las escaleras de las casas se construían con peldaños anchos para que los mozos de silla pudieran subir a las señoras hasta la antesala de la casa. Un auténtico servicio puerta a puerta.
La silla de mano fue un asiento suspendido entre varas largas, conducido por dos mozos que soportaban todo el peso del viajero y de la silla sobre sus hombros mediante unas correas. Marchaban uno delante y otro detrás a paso lento y uniforme, y eran relevados por otros dos criados cuando el trayecto era largo. Su decoración estaba regulada por dos leyes de Felipe III de 1600: «que las sillas de manos no se puedan hacer de brocado, ni tela de oro ó plata, ni de seda alguna… y no se puedan hacer sino de terciopelo ó damasco…». Estas mismas limitaciones también se extendían al resto de los coches de paseo existentes en la ciudad, todos de lujo.
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