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El pasado 14 de julio se contaron trescientos años desde que nació en Ciempozuelos Ventura Rodríguez Tizón, el arquitecto más influyente de la España del siglo xviii, en cuya dilatada trayectoria se reflejan, mejor que en ninguna otra, los cambios que sufrió la arquitectura a lo largo de la centuria.

Al tratar de Ventura Rodríguez conviene en primer lugar corregir una serie de prejuicios que el tiempo depositó sobre su figura, y que impiden valorar con justicia su obra.

En primer lugar, hay que advertir que aunque sus panegiristas del siglo xviii, como Llaguno y Jovellanos, procuraron transmitir a la posteridad la imagen de un Ventura Rodríguez de talento precoz, que apenas adolescente proporcionaba diseños para el palacio de Aranjuez, la verdad es que si su formación comenzó a edad muy temprana –acompañando con solo diez años a su padre, el maestro de obras y tracista Antonio Rodríguez Pantoja, en las obras reales–, sus primeras producciones independientes documentadas surgen ya en la veintena, y la primera de alguna importancia –la iglesia madrileña de San Marcos– cuando ya contaba treinta años cumplidos. En cambio, sí es cierto que su habilidad como dibujante fue apreciada muy pronto por sus superiores, ganándose el aprecio del francés Étienne (o Esteban) Marchand, que le legó sus dibujos a su muerte, y, sobre todo, del gran arquitecto italiano Filippo Juvarra, que lo eligió como delineante para las obras del nuevo Palacio Real, donde proseguiría su formación a las órdenes de su discípulo y sucesor, el también italiano Giovanni Battista (Juan Bautista) Sacchetti, hasta llegar a superarle en el aprecio de los reyes, que terminarían confiándole las obras exteriores del palacio.

Esos mismos panegiristas extendieron la idea de un Ventura Rodríguez estudioso de Juan de Herrera y campeón del neoclasicismo, que por sus propios méritos habría librado a la arquitectura de los excesos barrocos devolviéndola a los cauces académicos. Y si bien es cierto que admiró y fue influido por la obra de Herrera –que conoció de primera mano en Aranjuez, Toledo y Valladolid, llegando a poseer una copia de su testamento–, también es verdad que su gusto personal tendía al grandioso estilo barroco romano que había aprendido de Juvarra y que la influencia herreriana solo atempera, acercándolo a una estética más sobria pero que nunca llega a ser verdaderamente neoclásica, ni siquiera en ejemplos señeros como la monumental fachada de la catedral de Pamplona o su extraordinaria propuesta para la colegiata de Covadonga. Sin embargo, en su afán de convertirlo en lo que no fue se llegó incluso a alterar su tardío retrato por Goya de 1784  en una copia –atribuida a Zacarías González Velázquez y hoy en paradero desconocido– donde se sustituye su casaca dieciochesca por un redingote decimonónico y el plano de la muy barroca capilla del Pilar –que Rodríguez defendió de sus detractores apoyándose en la autoridad de maestros como Bernini y Borromini– por la planta tardía para la colegiata asturiana .

Otro equívoco que hay que matizar se refiere a su falta de formación teórica, acentuada por no haber viajado nunca a Roma, como era de rigor en la época. Se ha discutido –y escrito– mucho sobre las carencias intelectuales de Ventura Rodríguez y sobre su presunto desconocimiento de las nuevas teorías arquitectónicas que conducirían al neoclasicismo. Así, se ha afirmado que el estilo barroco romano en que le había formado Juvarra disgustó a Carlos III –que lo habría encontrado desfasado frente al modo más avanzado de Sabatini– ya desde los mismos adornos efímeros diseñados para su entrada oficial , que tuvo lugar solo catorce días antes de su «relevo» en las obras palatinas; aduciéndose como demostración la –nunca bien explicada– retirada de las esculturas que coronaban el Palacio Real , que habrían sido eliminadas para dar un aspecto más «moderno» al edificio. Sin embargo, un remate similar de esculturas estaba previsto para la fachada al jardín del palacio de Caserta promovido por el mismo monarca en Italia y diseñado por Luigi Vanvitelli –suegro y mentor de Sabatini–, como puede apreciarse en la espléndida serie de grabados que muestran cómo quedaría el edificio terminado (Imagen 5), por lo que la razón hay que buscarla en otra parte. Y si el «excesivo» peso aducido en ocasiones es una respuesta inconsistente, el supuesto sueño de la reina viuda Isabel de Farnesio –madre del rey–, que las habría visto caer sobre ella por un terremoto, puede darnos una clave sobre su papel en esta decisión; y es que no se puede obviar que según el programa realizado la puerta de entrada quedaba presidida por las figuras de su hijastro Fernando VI y su odiada esposa Bárbara de Braganza, flanqueadas para mayor oprobio por la de su marido Felipe V junto a su primera mujer –y madre del monarca fallecido– María Luisa de Saboya. Puede, por tanto, entenderse que el interés de la reina madre y de su hijo en retirar una serie de figuras que reflejaban una línea sucesoria extinguida no respondía tanto a cuestiones estéticas como personales, máxime cuando los derechos al trono del futuro Carlos IV podían ser cuestionados por haber nacido fuera de las fronteras españolas.

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