Bajar al averno y percibir, desde la estatura de una criatura, aparecer repentinamente por esa boca negra del túnel tal artilugio prodigioso, lleno de personas que, tras frenar con gran estruendo, suben y bajan con prisa, es una imagen impactante; eso para la velocidad lenta con que procesa la mirada infantil se vuelve inolvidable.
El Metro se convierte así en un icono subconsciente de la vida cotidiana en la gran urbe. Por eso, esta vez queremos dedicar este texto a las estaciones de Metro. Retomando el hilo del artículo «De Cuatro Caminos a Sol pasando por Bilbao: cien años de la construcción vasca del Metro de Madrid», publicado en el número 69 de Madrid Histórico el año pasado, profundizamos en las entrañas de la historia de nuestro Metropolitano para conocer de cerca la aventura. Que este punto de reflexión sirva para tomar conciencia del prodigio que supuso atreverse a emprender algo así como el Viaje al centro de la Tierra.
Este artículo monográfico ya es el tercero que dedicamos a la investigación histórica sobre las Cocheras de Cuatro Caminos y la historia del Metro de Madrid, desarrollada por los aquí firmantes junto a los compañeros Luis Manuel Marco y Álvaro Valdés. Este equipo ha desarrollado una profunda búsqueda en archivos, fuentes originales, hemerotecas y documentos de época, intentando arrojar certidumbre y avanzar en el conocimiento de esta infraestructura. Se trata de una historia que sucedió a la vista del público, por lo que en su momento era vox populi, algo cotidiano que una vez vivido fue olvidado, difuminándose. Nos ha quedado la gran obra del Metro como herencia, pero desdibujada en la memoria hasta tal punto que hoy nos debatimos entre la posible conservación o demolición de partes tan esenciales e intrínsecas al conjunto como son las referidas Cocheras, objeto de nuestro primer artículo en el número 57 de esta revista, en mayo de 2015.
Del origen e inicio de esta aventura ya hemos hablado: cómo hace cien años unas cuantas cuadrillas de personas excavaron a pico y pala en la oscuridad, con apenas un hilo de luz, el hormiguero por el que circularían millones de personas en flamantes trenes. Trenes que paraban en estaciones brillantes, como grutas del tesoro, con azulejos destellantes con sus formas biseladas, esmaltes en bronce metalizado y otros en vivos colores que hoy nos trasladarían a la Viena de la Sezession, al París modernista o a la Nueva York que conoció el poeta.
Estas estaciones de nuestro Metro fueron construidas a lo largo de 1918, por lo que este año seguimos celebrando el centenario ¡dándolas a conocer en detalle!
Desde la antigüedad los túneles y galerías formaban parte de las infraestructuras hidráulicas (saneamiento, abastecimiento) y de la minería. Las ciudades se horadaban para introducir el alcantarillado; Madrid de hecho está perforada por los viajes de agua, tan vinculados al origen y desarrollo de la ciudad. En el siglo xix, una innovadora infraestructura irrumpió en el panorama internacional: el ferrocarril, que requerirá en ocasiones largos túneles, cosiendo el territorio y sobre todo llegando a la ciudad con sus estaciones, las «catedrales de la industria». El ferrocarril pronto dio lugar a variantes urbanas como los tranvías. A finales del siglo xix, las principales capitales del mundo occidental tenían una amplia red tranviaria, que en el caso de Madrid se hallaba colapsada por miles de usuarios diarios.
Por eso, el proyecto de un transporte subterráneo en Madrid era un tema recurrente a finales del siglo antepasado. Lo cierto es que la realización de proyectos semejantes en otras capitales había animado a los más visionarios a plantear la posibilidad, pero siempre quedaba en papel mojado, y según se sucedían los fracasos, mayor se antojaba la utopía. Como consecuencia, imaginar el descenso a la caverna, al inframundo urbano, tenía visos de relato fantástico que alimentaba la imaginación de los más incrédulos y que nadie llegaba a creérselo realmente; a fin de cuentas, ninguno podía ver lo que estaba sucediendo a varios metros bajo tierra. En las calles lo más que se apreciaba era el sistemático amontonamiento de la arena de miga que a través de los pozos se iba extrayendo y los obreros que bajaban para iniciar sus jornadas labrando las entrañas de Madrid.
Tanto daba que hablar que durante los meses de construcción de la primera línea Cuatro Caminos-Sol rara era la vez que no salía un artículo, columna o breve reseña de cómo avanzaban las obras.
Precisamente gracias a la prensa podemos saber que estas se iniciaron el 23 de abril de 1917 con la instalación del pozo de Sol; aunque no comenzarían realmente hasta finales de mayo, mientras que a mediados de junio sabemos que arrancaba el pozo de Gran Vía, que el de Sol ya descendía 15 metros o que en Cuatro Caminos llevaban ya un mes trabajando. (Como inciso, volvemos a recordar que dar la fecha del 17 de julio para el inicio de las obras es un error repetido y arrastrado sucesivamente, aunque figure así en algunas buenas bibliografías posteriores.)
Además de las visitas de amigos y personalidades, también se colaban los periodistas, ávidos de poder relatar en primera persona qué se sentía al descender a la caverna. Podría destacarse la crónica de Blanco y Negro en febrero de 1919, con los trabajos bastante avanzados, en la que Fernando Luque cuenta apasionadamente su experiencia: «La Puerta del Sol puede ahora decirse el Portal de la Sombra, porque en su mismo centro […] se abre hoy el amplio pozo del Metropolitano. ¿Ustedes han visto alguna vez con Orfeo, Orestes, Ulises o Dante el hall del Averno o Tártaro? ¿No…? Bueno, pues una cosa así es el susodicho boquete.»
La crónica no tiene desperdicio y nos da todo lujo de detalles: «Se desciende por una ancha escalera de cemento que serpentea entre una enramada de andamios, vigas de hierro, cables y cuerdas, donde a diversas alturas, se hallan posados multitud de obreros como pájaros tropicales sobre bejucos».
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