A finales del siglo xix, España atravesaba una profunda crisis, centrada fundamentalmente en el revulsivo que supuso la pérdida de sus últimas colonias ultramarinas no africanas. La sociedad española sufrió en su conciencia un fuerte aldabonazo que trató de despertarla del letargo en el que vivía inmersa, de la inconsciencia de la que se rodeaba como si de una muralla se tratase, que no le permitía ver la amarga realidad con la que tenía que enfrentarse. ¿Cómo era ese Madrid, corazón de las Españas, que a pesar de todo crecía de una forma pujante?
Y por las calles madrileñas, por sus rincones recoletos y por sus plazas, pululaban esos tipos entrañables, desaparecidos ya, que solo viven en los relatos costumbristas de escritores tanto españoles como foráneos:
Los vendedores de periódicos, mujeres y niños, ordinariamente, que se desgañitaban gritando sobre todo al atardecer, los periódicos que han salido: «!Qué acaba de salir ahora…!». A los gritos de los vendedores de periódicos se unían los de los vendedores de cerillas, vestidos apenas y calzados con pobres alpargatas grises, y a veces, descalzos; todo su establecimiento consistía en una cajita sujeta con una cuerda que pasaba por detrás de su cuello.
Después, los aguadores, que con una nota menos aguda, lanzaban a cada instante un grito conocido: «¡Agua!, ¿quién quiere agua?», o también: «¡Agua y azucarillos!». En una llevaban el porrón de barro con ancho orificio y estrecho gollete y en la otra una mesita baja, de hojalata o de cobre bruñido cuidadosamente, sobre la cual están los azucarillos, encerrados en una caja de vidrio, y algunos vasos de enormes dimensiones.
Más allá, los mozos de cordel, que se llamaban así a causa de la soga de esparto que llevaban arrollada alrededor del cuerpo colgada del hombro. Se servían de ella para atar los fardos que se les confiaba y eran famosos por su probidad.
Los quitamanchas ambulantes, que vendían por dos cuartos pastillas que limpiaban. Los cocheros, en su mayor parte asturianos que tenían su principal estación de carruajes en la Puerta del Sol. Eran muy educados y no recibían nunca propina sin dar gracias al viajero.
En los barrios más populares de Madrid se encontraban tipos tales como el jarrero, cargado con una gran cantidad de cántaros de barro que formaban en torno a su cabeza como un inmenso racimo bajo el que desaparecía casi por completo. El carbonero, que pesaba los sacos de carbón en una especie de romana, usando su cuerpo como contrapeso, apoyándose con fuerza en una larga pértiga que le servía de palanca.
La cigarrera, uno de los tipos más característicos y populares de Madrid, el único que recordaba a las célebres manolas desaparecidas bastantes años atrás: a la obrera de la fábrica de tabacos, con su mantón cruzado bajo la barbilla, su falda corta y su pie pino y arqueado, su meneo, movimiento lleno de extraordinaria desenvoltura, ponían una nota de desgarro y femenino atrevimiento en las calles madrileñas.
Otra de las figuras más entrañablemente unidas a la vida popular madrileña, fueron las lavanderas (náyades del Manzanares como las había denominado años antes el impenitente viajero francés barón Charles Davilier en su visita a Madrid) Estas mujeres bajaban hasta el río para lavar a sueldo la ropa de las clases más acomodadas. Su vida era realmente muy dura y de ello pueden dar fe noticias como esta, aparecida en los periódicos de la villa: «Tres infelices lavanderas que lavaban ropa en el Manzanares, quedaron paralizadas de todos sus miembros a causa del frío, y fue preciso conducirlas en camilla a Madrid para salvarlas de la muerte».
Otros personajes castizos y muy madrileños eran las Castas, y Susanas, y Mari Pepas, arrebujás en sus mantoncillos de flecos, llenas de respingos chulapones, y Felipes y Julianes, celosos y honrados a carta cabal, y tantos y tantos personajes que configuran un Madrid que para muchos madrileños actuales es el más auténtico, el más entrañable, el más digno de una perpetua evocación, el más madrileño de los Madriles…, donde en la tercera y última parte del siglo se ganaba por un obrero especializado, como el cajista Julián de La verbena de la Paloma, un promedio de 3 a 4 pesetas diarias. Se había creado ya la peseta, en 1868, con un valor de 4 reales, después de que primero el escudo y posteriormente el real fueran las unidades monetarias españolas y el peso duro había pasado a valer 20 reales, es decir, con el valor de 5 pesetas.
Otros personajes interesantes que vivieron en la villa a finales del xix, fueron las protagonistas de la «vida fácil», es un decir, las prostitutas. Es muy curioso constatar que entre las prostitutas de la época había dos grandes clases: las matriculadas y las clandestinas. Las primeras eran las que ejercían el oficio de acuerdo con lo establecido en el Reglamento de 1871, que conllevaba la obtención de su cartilla «amarilla», en la que constaba que había pasado el pertinente reconocimiento médico, los datos del prostíbulo en el que ejercía y su «nombre de guerra». El oficio estaba, pues, regulado y legalizado, sometido a controles médicos, tasas e impuestos. La matrícula era el acto de inscribirse en el libro que a estos efectos se llevaba en el Gobierno Civil de cada provincia o en el respectivo ayuntamiento.
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