En el número 11 de la Cava de San Miguel se encuentra la casa en la cual cobró vida literaria para la inmortalidad la hermosa Fortunata Izquierdo, personaje clave de la novela Fortunata y Jacinta. Dos historias de casadas, de don Benito Pérez Galdós, seguramente la mejor y desde luego la más madrileña de todas las suyas. Fortunata, «mujer joven, bonita, alta, con los ojos como estrellas», vivía con su tía, que era huevera y pollera, en esta casa cuando se produce el instante mágico en que el pollo Santa Cruz encuentra en las escaleras a la joven mientras esta sorbe un huevo crudo. Esta casa, una especie de lugar sagrado para los devotos de la obra galdosiana, se conserva tal cual la viera Galdós; sin embargo, y esta es la paradoja, ninguna placa recuerda que aquí «vivió» Fortunata, ausencia que debemos tratar de subsanar, si es posible, en este año galdosiano.
Galdós había empezado a escribir Fortunata y Jacinta a mediados de 1885 y en enero de 1886 había dado ya fin a la primera parte, a la que seguirían otras tres más, en mayo y diciembre de 1886 y en junio de 1887. En total, dos años de intenso trabajo para construir la que es unánimemente considerada como una de las novelas más extraordinarias de la literatura europea, relato de muchos personajes de los que entre todos sobresale el de Fortunata, creación galdosiana que puede parangonarse sin demérito alguno a otros mitos de la literatura española como don Quijote y Sancho, don Juan o la Celestina.
Para los muchos admiradores de Fortunata y Jacinta el instante cumbre de la novela, «comparable —escribe Stephen Gilman— con el episodio de don Quijote y el molino o el de Robinson Crusoe y la huella», es sin duda el encuentro entre el señorito Juanito Santa Cruz y la mujer del pueblo, la hermosa joven Fortunata Izquierdo en las escaleras del número 11 de la madrileña Cava de San Miguel. Vamos a recordarlo:
Vivía Plácido en la Cava de San Miguel. Su casa era una de las que forman el costado occidental de la Plaza Mayor, y como el basamento de ellas está mucho más bajo que el suelo de la plaza, tienen una altura imponente y una estribación formidable, a modo de fortaleza. El piso en que el tal vivía era cuarto por la Plaza y por la Cava séptimo. No existen en Madrid alturas mayores, y para vencer aquellas era forzoso apechugar con ciento veinte escalones, todos de piedra, como decía Plácido con orgullo, no pudiendo ponderar otra cosa de su domicilio. El ser todas de piedra, desde la Cava hasta las buhardillas, da a las escaleras de aquellas casas un aspecto lúgubre y monumental, como de castillo de leyendas, y Estupiñá no podía olvidar esta circunstancia que le hacía interesante en cierto modo, pues no es lo mismo subir a su casa por una escalera como las de El Escorial, que subir por viles peldaños de palo, como cada hijo de vecino.
El orgullo de trepar por aquellas gastadas berroqueñas no excluía lo fatigoso del tránsito, por lo que mi amigo supo explotar sus buenas relaciones para abreviarlo. El dueño de una zapatería de la plaza, llamado Dámaso Trujillo, le permitía entrar por su tienda, cuyo rótulo era Al Ramo de Azucenas. Tenía puerta para la escalera de la Cava, y usando esta puerta, Plácido se ahorraba treinta escalones.
Galdós nos da la suficiente información para que los lectores, lejos de identificar a Fortunata con alguna de las actrices que han encarnado al personaje en la pantalla, podamos imaginarla como mejor nos plazca, a partir de los rasgos con los que la dibuja su autor: «una mujer, bonita, joven, alta» (227), «guapa» (235), «tenía los ojos como dos estrellas, muy semejantes a los de la Virgen del Carmen que antes estaba en Santo Tomás y ahora en San Ginés» (246), «tenía las manos bastas de tanto trabajar; el corazón lleno de inocencia… Fortunata no tenía educación, aquella boca tan linda se comía muchas palabras y otras las equivocaba…» (246). En mi fuero interno yo me imagino a Fortunata como una mujer de rompe y rasga, de una sensualidad libre y salvaje, como una de esas chulas madrileñas de gallardo aplome sobre el suelo, cabeza altiva, busto elevado, sonrisa desdeñosa en los labios y ojos desafiantes y zumbones.
Tan importantes como los personajes son los lugares donde ellos se conocen y relacionan. En este sentido, la casa de la Cava de San Miguel número 11, verdadero centro geográfico y temático de la novela, representa, como escribe Peter A. Bly, «mucho más que un lugar pintoresco escogido al azar» sino que sus referencias en pasajes distintos de la novela «refuerzan el significado simbólico concedido por Galdós a la apariencia física [del edificio] y a los sucesos allí ocurridos».