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Ha sido un largo camino el recorrido por una pequeña villa morisca como Madrid hasta convertirse en una gran ciudad que alberga millones de personas. Y en ese largo discurrir ha ido ganando mucho, pero también ha dejado algo de sí mismo; lleva sobre sus espaldas un apasionante bagaje histórico que nunca ha de olvidar, porque todos aquellos Madriles que se perdieron para siempre han ido configurando el alma madrileña y dejado en ella su impronta peculiar, ese algo especial que no pertenece únicamente a los nacidos en su suelo sino a todo aquel que, enamorado de su ámbito, de su cielo y de su luz, se deja penetrar por su extraño hechizo.

Volvamos ahora la mirada a ese Madrid pasado. A esos Madriles que han entrado ya en la historia, cada uno de ellos peculiar y distinto, pero todos con un denominador común: la hospitalidad y el calor con los que ha acogido siempre al forastero, que nunca se ha sentido extraño en esta tierra.

 El Madrid prehistórico

Hasta mediados del pasado siglo, las noticias que se tenían del Madrid prehistórico eran pocas y bastante inconcretas. La cronología es extensísima: de los cien mil a los cuarenta mil años antes de Cristo —el Paleolítico Medio— llegan a las terrazas del Manzanares los neandertales, donde se han estudiado yacimientos muy notables de la cultura musteriense. Ya en el Paleolítico Superior, cuarenta mil años antes de Cristo, aparece el hombre de Cromañón en la región madrileña. Estos grupos habían perfeccionado sus armas, utilizaban arcos y flechas, obtenían el fuego con herramientas rotatorias y construían ingeniosas trampas para ayudarse en su actividad cinegética.

Muchísimos siglos antes de Cristo, Madrid fue como el Nueva York o el Tokio del Paleolítico y ninguna estación europea gana en riqueza, extensión e interés a la madrileña, hasta el punto de que se la conoce como la Capital del Paleolítico Europeo. Su río, el pequeño Manzanares —antiguo Guad-a-rambla, que significa «río de los arenales» o «de las arenas»— fue hace miles de años un caudaloso y anchuroso río, con unas enormes riberas llenas de exuberante y rica vegetación que llegaban, imagínense ustedes, hasta los aledaños de la actual Gran Vía y donde pastaban los rebaños de enormes bestias que acudían a sus orillas a beber y comer hasta satisfacer sus colosales apetitos. Podríamos decir que Madrid era entonces, permítanme el símil cinematográfico, el Parque Jurásico de Europa.

El Madrid fortaleza

 Atalaya árabe de poderosas murallas, erigido por el Emir Muhammad I a mediados del siglo ix en el mismo sitio donde ahora se levanta la majestuosa y barroca mole del Palacio Real y núcleo primigenio de lo que sería, con el correr de los siglos, la capital de las Españas.

 

El Madrid morisco

La medina llamada Maŷrīṭ —es decir, «agua abundante» o «vena rica de agua»—, surgida a las afueras de la ciudadela fortificada, hace su aparición en el ámbito histórico del siglo x, con sus callejuelas tortuosas, misteriosos adarves y deliciosas plazuelas y encerrada bajo la sombra protectora del cinturón amurallado que conformaba el segundo recinto fortificado madrileño.

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