Hoy pasearemos por el barrio de las Letras, del Parnaso o de las Musas, nombres que indican que el barrio ha destacado en la actividad literaria y artística a lo largo de la historia y en el que siempre hemos destacado los grandes personajes masculinos que en él vivieron. ¿Y por qué hemos elegido hoy de nuevo esta zona? Porque nos parece interesante para hablar de las mujeres artistas, escritoras y políticas, porque recorriendo este barrio podemos contemplar más claramente la aportación que muchas mujeres han hecho a la sociedad en el desarrollo de estas actividades a lo largo de la historia. Ha sido preciso alcanzar las últimas décadas del siglo xx para que se contemplen y valoren las manifestaciones artísticas e intelectuales de la mujer, un sector tradicionalmente silenciado y considerado poco relevante, a pesar de su elevado peso en la sociedad.
Comenzamos el recorrido en la plaza de Santa Ana, frente al Teatro Español y hacemos un poco de historia.
Hasta finales del siglo XVI a las mujeres no se les permitía actuar en el teatro, por lo que los papeles femeninos eran interpretados por jóvenes varones. Tampoco podían actuar como cantantes de ópera; aquí fueron sustituidas por los castrati («castrados»). Esta prohibición desaparece el 17 de noviembre de 1587 en que el Consejo de Castilla autoriza la presencia de actrices en el escenario con dos condiciones: que estuvieran casadas y que siempre representaran con hábitos femeninos; esto último no debió respetarse mucho, pues era frecuente que aparecieran en escena mujeres con traje de hombre, algo que debía gustar mucho a los espectadores.
Por eso no encontraremos nombres de actrices en los escenarios madrileños hasta el siglo XVII. Es en este siglo cuando el teatro adquiere un gran auge en Madrid. Se representa sobre todo en los denominados corrales de comedia, que no eran más que grandes patios de vecindad con un escenario al fondo.
Los dos corrales más famosos eran el del Príncipe y el de la Cruz, y los dos estaban situados en este barrio. En ellos se representaban las obras de los más ilustres autores del momento. El público madrileño era muy entusiasta del teatro y acudía en masa a las representaciones. Hombres y mujeres tenían espacios separados, y también entraban por distinta puerta, ya que la separación de sexos entre los espectadores era una imposición, una norma que regulaba las representaciones, conscientes de que el teatro suponía uno de los escasos espacios donde coincidían hombres y mujeres.
A la zona que ocupaban las mujeres se la llamaba cazuela. Se le daba este nombre porque al llevar esos vestidos tan voluminosos, era necesario apretarlas, aplastando los vestidos para ampliar el espacio. Al encargado de esta tarea se le llamaba apretador. Para ellas debió suponer una gran libertad asistir al teatro. Muchas iban solas, algo poco frecuente en aquellos tiempos.
La presencia de las mujeres en la actividad teatral como actrices, aunque fue polémica, se asentó e incrementó a lo largo del siglo XVII, a pesar de que el mundo laboral y profesional solía estar vetado para ellas. Normalmente las artistas procedían de familias vinculadas al teatro o que habían servido a profesionales de la escena. La interpretación teatral era la única actividad profesional donde el papel de la mujer podía equipararse al del hombre. La causa de esta excepción era la necesidad de contar con mujeres para unos papeles que a menudo eran de protagonista principal. Muchas de estas actrices fueron muy valoradas y hasta mimadas por los dramaturgos de la época por su buena interpretación.
Eran en general mujeres muy guapas, ya que aspecto físico y belleza eran las cualidades que más se valoraban en la profesión: «… las mujeres son excelentes y desempeñan mucho mejor que las que yo había visto, haciendo esos papeles, y se trata de las mujeres más hermosas que he podido contemplar» (Hugh, 1988: 389).
Durante mucho tiempo fueron consideradas mujeres poco honorables; a veces fueron objeto de censura por sus interpretaciones en el escenario, por ser muy atrevidas y contrarias a la moral de la época. En diversos momentos estas interpretaciones eran motivo suficiente para prohibir las representaciones. Se valoraba su actuación como actrices, pero también se las censuraba porque se consideraba su vida bastante libertina. A esto contribuía el hecho de que muchas eran amantes de los poderosos hombres de las clases altas que se encaprichaban de ellas, las perseguían, adulaban, asediaban y finalmente conquistaban. Algunas tuvieron hijos con los poderosos. El caso más emblemático es el de la relación de la actriz María Calderón, llamada la Calderona (1611-1646), con el rey Felipe IV. Fue una gran actriz muy valorada en su tiempo por sus excelentes dotes para la escena, y sin embargo ha pasado a la historia, no como la buena profesional que fue, sino como la amante del rey. Esta circunstancia arruinó su profesión, ya que tras este acontecimiento no volvió a pisar los escenarios. Inmediatamente después de nacer su hijo, este fue apartado de la madre y entregado a una familia de confianza para su educación como príncipe. Además de terminar su relación con el rey, la Calderona fue obligada a abandonar la escena en pleno éxito y a ingresar en un convento de la Orden Benedictina en un pueblo cercano a Madrid, donde llegó a ser abadesa y donde murió en 1646.
Compañeras de la Calderona e igualmente famosas fueron María Riquelme y María de Córdoba. Se las llamaba las Tres Marías. María Riquelme era hija de grandes protagonistas de la época. Casada con el director de escena Manuel Vallejo, fue considerada, al igual que sus dos compañeras, entre las mejores por los dramaturgos de la época. Murió a los treinta y tres años y mereció el nombre de Fénix de la Representación Española. María de Córdoba (1597-1678), por su parte, fue una mujer muy bella, casada con Andrés de la Vega, de la misma compañía de teatro que ella. Fue definida como actriz prodigiosa y como directora de la compañía, con muy buenas dotes tanto de interpretación como de canto. Vivió siempre en la calle de León. Hubo otras muchas actrices de gran calidad interpretativa.
Alrededor de los corrales se fue asentando un público variopinto, dependiente del teatro, que abarcaba desde empresarios de comedias, actrices, actores o músicos hasta los mejores autores dramáticos de nuestro Siglo de Oro: Cervantes, Lope de Vega, Tirso de Molina, Góngora o Alarcón. A los autores, aunque muy estimados en la época, no les era difícil vivir sólo de sus obras, por lo que era frecuente el mecenazgo entre los nobles ayudándoles con frecuencia.
¿Y las autoras? ¿Es que no las hubo? Por supuesto que hubo buenas escritoras en ese período, pero han sido olvidadas durante mucho tiempo. En el siglo xvii la modestia y la humildad eran virtudes exigidas a las mujeres, y la escritura suponía una muestra de vanidad censurable para ellas, pero además una trasgresión de la regla. La dedicación de la mujer al estudio era motivo de sospecha y de desaprobación para muchos moralistas de la época. Si la profesión de actriz fue menospreciada durante mucho tiempo, todavía más lo fue la de las escritoras. Muchos autores utilizaron la sátira contra estas mujeres cultas, por ejemplo Molière en sus obras Las preciosas ridículaso en Las mujeres sabias, ylo mismo hace Quevedo en La culta latiniparda o en La vida del Buscón, y hasta Calderón las ridiculiza también en su obra No hay burlas sobre el amor.