El Escorial, monumento artístico de indiscutible valor, pronto adquirió un significado histórico-político que pervive en la actualidad. De este fenómeno se hacía eco Unamuno en 1912 con certeras palabras: «apenas hay quien llegue a visitar El Escorial con ánimo desprevenido y sereno a recibir la impresión de una obra de arte, a gozar con el goce más refinado y más raro, cual es la contemplación del desnudo arquitectónico». Ortega y Gasset, tal vez teniendo presente esta reflexión unamuniana, sentenció que no había mejor sitio para meditar.
No obstante, la bibliografía sobre el Real Sitio, tanto de autores nacionales como extranjeros, abunda en sentido contrario. El Escorial como símbolo. No corresponde aquí dar noticia de la causa de este vínculo arte-religión-historia-política, activo desde su edificación. Únicamente las páginas que siguen pretenden ofrecer un panorama, sintético a la fuerza, de la valoración del magno edificio en la prosa de los visitantes extranjeros. En líneas generales, se aprecia una evolución desde el mero elogio a la crítica histórico-política. Sólo, de manera decidida en el siglo xx y en el xxi los visitantes y los estudiosos, muchos de ellos hispanistas de acreditado prestigio, se han ocupado de desmontar tópicos que se repetían de forma acrítica durante generaciones.
El inicial deslumbramiento
Los primeros autores que dieron cuenta de esta «fábrica», como denomina al monumento uno de ellos, realizan un inventario. Algunos por interés profesional efectúan sus apreciaciones. Tal es el caso de Federico Zuccaro (1585), pintor italiano que llegó a El Escorial para sustituir a Lucas Cambiasso. El clérigo Paolo Morigi encomia esta obra, incluyéndola en el Catálogo de las Maravillas en el puesto octavo y comparándola al bíblico templo de Salomón. Asimismo informa de los responsables artísticos del proyecto. Por último, en este apartado de cronistas descriptivos, Johan Lhermite, todavía en el siglo xvi, establece una cronología de los trabajos para la realización de las diversas construcciones.
El primer arquitecto de esta obra fue un tal Juan Bautista de Toledo, nacido en la ciudad que lleva este nombre, quien hubiera tenido que empezar y finalizar esta fábrica, pero que murió al poco tiempo de comenzar los trabajos. Y el lugar que dejó vacante fue ocupado por el otro arquitecto llamado Juan de Herrera, quien introdujo pocos cambios en relación al plan original.
Ya en el siglo XVII merecen un apartado destacado los viajeros ingleses. En consonancia con sus antecesores arriba citados, predomina el reconocimiento de la obra y de su inusitada grandeza. Es curioso que tanto Cecil Roos como James Howell dictaminen su preeminencia respecto a cualquier edificio de renombre —incluido el Vaticano— situado en Italia. Escribe el último: «Lo que he visto en toda Italia y en otros lugares no son más que bagatelas en comparación con El Escorial». Dicha admiración llega al extremo en el caso de Robert Bargrave, que sostiene la posibilidad de que se convierta en el «edificio más glorioso del mundo». Finalmente, James Wadsworth sentencia: «Un edificio increíblemente costoso y glorioso, del que no ha habido paralelo en tiempos pasados, de manera que puede considerársele con justicia una de las mayores maravillas del mundo». El noble polaco Jacobo Sobieski deja constancia de su asombro ante la enormidad de los diversos edificios: «El conjunto de este monumento parece constituir por sí mismo una buena ciudad».
Cerrando este apartado, Balthasar de Monconys elabora una descripción exhaustiva del Monasterio. En ella, a pesar de la pretendida objetividad, se desprende un reconocimiento elogioso: «Son dignas de admiración las grandes explanadas que hay alrededor del edificio. Todas están pavimentadas y tienen gruesos pilares entrelazados por una gran cadena de hierro. A su alrededor hay cuatro cuerpos de dependencias para el rey cuando viene a vivir a este lugar».
Arrecian las críticas
Durante el siglo xviii se establecen las principales críticas a este monumento. Sin ninguna duda, la extensión de la denominada leyenda negra impregna la pluma de buen número de autores, principalmente franceses.
A principios de siglo, hacia 1729, nada parecía presagiar, salvo incidentales comentarios, la tormenta de descalificaciones que se avecinaba. En este sentido, Esteban de Silhuette escribe que se trata del más grande y soberbio edificio que se encuentra en España y uno de los más hermosos de Europa. (Insertar cita)
Entrando en materia crítica, el inglés sir Hew Whiteford Darlyple advierte de que el emplazamiento ofrece un aspecto más salvaje que agradable. Aunque reconoce la belleza del monasterio, no deja de indicar que es fruto de la megalomanía de un hombre, Felipe II, que ejerce un despotismo que «pisotea y estruja a una nación para sacar con qué alimentar la extravagancia y el orgullo de un solo hombre». De aquí a utilizar el símil de los antiguos monumentos faraónicos hay un pequeño paso. William Bowles, en peculiar observación paisajística, compara el color rojo de las montañas que circundan El Escorial con las de Egipto. Esa curiosa tendencia hacia el exotismo se aprecia también en William Beckford, que establece una relación del emplazamiento con el antiguo palacio de Persépolis.
El marqués de Langle y el duque de Saint-Simon firman las páginas más ácidas sobre El Escorial de la prosa dieciochesca. En la crítica del último hay mucho de proyección biográfica, ya que le incomoda que no le dejen visitar las habitaciones de Felipe II y, además, discute con un fraile que hacía las funciones de guía sobre la crueldad del monarca y su responsabilidad en la muerte del infante don Carlos.
En el santuario, en el altar mayor, hay dos ventanas acristaladas detrás de los asientos del sacerdote que celebra la misa solemne. Esas ventanas que están casi al nivel del santuario, que está muy elevado, son las habitaciones privadas de Felipe II en las que murió. Oía misa desde ellas. Quise ver esas habitaciones, a las que se entraba por detrás. No me lo permitieron. Insistí alegando que tenía permiso del rey y del nuncio y que deberían dejarme visitar todo lo que quisiera. Discutí en vano. Me dijeron que estaban cerradas desde la muerte de Felipe II y que desde entonces nadie había entrado en ellas.
Argüí que sabía que el rey Felipe V las había visto con su séquito. Me lo reconocieron, pero me dijeron también que entró por la fuerza y como amo, pues había amenazado con romper las puertas, que era el único rey que, desde Felipe II, había entrado allí, y que eso ocurrió sólo una vez y que no las abrían ni las abrirían jamás a nadie más. No comprendí nada de esa especie de superstición, pero tuve que conformarme.