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En este dosier vamos a ver si aportamos modestamente un granito de arena, intentando poner negro sobre blanco algunos aspectos de la historia madrileña que no parecen del todo conocidos:

Nunca hubo una aljama judía en Lavapiés

En Madrid hubo dos juderías: una al lado de la Puerta de Valnadú, zona del actual Teatro Real, en la plaza de Ópera; y otra cerca del alcázar, actual Palacio Real, entre la explanada de la Armería y la antigua iglesia de Santa María.
Si la expulsión de los judíos de España se efectuó, como todo el mundo sabe, a raíz de la conquista de Granada por los Reyes Católicos, en 1492, y la madrileña zona de Lavapiés era por entonces un erial, como sabe cualquiera que haya estudiado un poco la urbanización de nuestra capital. ¿Cómo es posible hallar un asentamiento judío extramuros de la ciudad y que además era un páramo?


Es imposible la ubicación de una judería en Lavapiés porque en 1535 esta no está en los planos. Sencillamente, no existía.
El pogrom de 1391. La Masacre Antisemita o Revuelta Antijudía de 1391 fue un levantamiento popular dirigido contra los judíos —historiográficamente se la ha denominado con el término centroeuropeo pogromo o «conversiones forzadas del 5151», año correspondiente en el calendario hebreo— que se inició el 6 de junio de ese año en la ciudad de Sevilla. Hubo saqueos, incendios, matanzas y conversiones forzadas de judíos en las principales juderías de las ciudades de casi todos los reinos cristianos de la península ibérica: las coronas de Castilla y Aragón y en el reino de Navarra. Las revueltas más graves fueron las iniciadas en Sevilla y las que tuvieron lugar en Córdoba, Toledo y otras ciudades castellanas.
En Madrid, en el mes de julio de este mismo año, el alcaide de la villa abre la Puerta de Valnadú para la agresión a los judíos por parte de los participantes en el pogrom de Toledo —que habían tenido su propia judiada el 18 de junio anterior, siendo masacrados destacados artesanos, médicos y hombres de letras—. A los judíos se les diezmó y se les trató con inusitada violencia, siendo esto extraño a los mismos pobladores madrileños. San Vicente Ferrer tuvo parte de responsabilidad en los sucesos de 1391 en contra de los judíos, ya que sus sermones les hacían aparecer a los ojos del pueblo cristiano como responsables del martirio de Jesucristo, seguidores de la religión judía y profesionales de la usura.


En lo que corresponde a la villa de Madrid, la primera noticia que conocemos referente a la diferenciación del resto de los vecinos corresponde al día 7 de marzo de 1481, fecha en la que nuestro Ayuntamiento acuerda que los judíos lleven un distintivo para distinguir a los de su raza, con la excepción de don Judá, físico y cirujano de la villa, quien quedaba exento de llevarlo —se trataba de una rodela amarilla, escudo redondo y delgado que debían lucir los judíos para su identificación como tales—. Los judíos forasteros tampoco estaban obligados a usar el distintivo, ya que podían alegar su desconocimiento sobre lo ordenado, pero sí tenían que lucirlo obligatoriamente cuando permanecieran más de trece días en la villa, «en los cuales bien pueden saber las ordenanzas». Tampoco tendrían que llevar el distintivo si iban de camino. Se exceptuaba de la orden a los niños, que no portarían señal alguna.
En la sociedad cristiana había leyes más duras para los judíos. Por el mismo delito, a un esclavo se le corta un pie y al judío se le ahorca. La explicación radica en que el esclavo era una propiedad del dueño cristiano, y el matarle era un quebranto económico para su dueño. La vida de un judío no importaba a nadie.
El idioma materno, así llamaban los judíos al romance castellano. El castellano alcanzó rango de idioma dos siglos antes que los demás romances españoles y europeos. Cuando se pronunció el edicto para la salida de los judíos era conminatorio. Los cuatro meses concedidos expiraban el 31 de julio.


En ese tiempo habían de vender los judíos sus bienes y salir «sin oro, plata ni mercancías prohibidas». Los aprovechados hicieron de las suyas, cambiando haciendas por un borrico o una acémila.
Lo que llama la atención es que se llevaban las llaves de sus casas en Sefarad —España para los hebreos—, y las han guardado durante generaciones.

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