En paseos por los cascos históricos de Madrid y otras ciudades, como Úbeda o Baeza, he observado la existencia de algunos inmuebles con portales que presentan unas características comunes: están construidos con sillares de granito de diferentes medidas y formas —los hay rectangulares y adovelados— y en el dintel de los mismos aparecen grabadas diferentes inscripciones con referencias cristianas, como Josef, María, JHS, Jesús, o también sencillas cruces y algunas acompañadas de jaculatorias. ¿A qué obedece la costumbre de grabar estas inscripciones en las puertas? Una posible explicación apuntaría a la posibilidad de que estas casas, en sus orígenes, hubieran pertenecido a familias de judeoconversos. El colectivo de los conversos estaba dirigido por una élite interesada en mezclarse con la población cristiana vieja. Esta comunidad conversa había logrado acceder a una evidente promoción económica y social, aunque cabe subrayar que esta élite sólo tenía una pequeña representación demográfica dentro del colectivo cristiano.
La hipótesis de que estas casas fueran de judíos conversos me llevo a estudiar dos ejemplos bastante significativos: dos inmuebles de Madrid —en la calle de la Esgrima, números 11 y 12—, cuyo propietario de ambos según las fuentes consultadas era don Manuel Álvarez de Toledo.
Enrique Soria Mesa, catedrático de Historia Moderna de la Universidad de Córdoba yun importante investigador de la cuestión de los judeoconversos, ha indagado y analizado una de las estrategias más sibilinas del Siglo de Oro para escapar al régimen de terror de la limpieza de sangre y la persecución de la Inquisición española: miles de judíos conversos entre los siglos xvi y xvii se apropiaron de apellidos de familias nobles para limpiar su origen manchado y esquivar la implacable política represiva puesta en marcha por el Santo Oficio y los estatutos de limpieza de sangre. El profesor Enrique Soria Mesa refiere que «el uso de apellidos en aquellos años era caótico, muchos hijos llevaban apellidos de su madre, otros de su abuela y otros de un tío y era muy normal que los hermanos tuvieran apellidos distintos y en esos casos es muy fácil que los conversos utilicen estas triquiñuelas para huir de la marca de la infamia».
El estudio del profesor Soria, que ha revisado miles de documentos, revela una práctica ingeniosa para reinventar el linaje: si alguien se llamaba Córdoba, un apellido muy común entre judíos, se cambiaba a Fernández de Córdoba y pagaba a un genealogista para que hiciera un documento que dijera que descendía de un hijo bastardo de esa familia y quedara así incluido en el árbol genealógico. En otros casos un apellidado Ramírez pasaba a figurar como Ramírez de Arellano, u otro apellidado Toledo se transformaba en Álvarez de Toledo. De esta manera surgieron apellidos nobiliarios, o con resonancias nobiliarias, otra importante evidencia la expone el historiador Américo Castro, que dice que don Juan Suarez de Carvajal, obispo de Lugo y presidente del Consejo de Hacienda, en 1553 propuso la venta de hidalguías a cristianos nuevos. El obispo razonaba así: «Los que no son hidalgos por su cuna ni por sus hazañas, ¿qué inconveniente hay [en] que lleguen a serlo dando dinero a la Hacienda?». De hecho la venta de hidalguías tenía lugar siempre que un tribunal de justicia —la Chancillería de Valladolid o Granada— se dejaba sobornar y otorgaba una ejecutoria de hidalguía a quienes manifiestamente descendían de judíos. Casos notables son el de los hermanos de Teresa Sánchez de Cepeda —Santa Teresa de Jesús— y el de los nietos de Fernando de Rojas, autor de La Celestina.
Mi hipótesis es que este es el mismo caso en el que se encontraban los vecinos de la madrileña calle de la Esgrima, números 11 y 12, cuyo propietario era D. Manuel Álvarez de Toledo, y es probable que esto suceda en otras viviendas de Madrid y de otras ciudades españolas del siglo xvi, en las que sus propietarios judeoconversos tallaron símbolos cristianos para así evitar ser considerados judíos que no habían renegado de su religión.