Después de un largo y azaroso periplo, de burlar los bombardeos alemanes e italianos y a la artillería rebelde a través de cientos de kilómetros, en la noche del 6 de septiembre de 1939 un último tren salía de Ginebra transportando parte uno de los mayores tesoros del mundo: obras de Velázquez, Goya, Tiziano, Rubens y otros muchas de incalculable valor que habían sido sacadas del Prado tres años antes con el fin de preservarlas de los bombardeos, los saqueos y la destrucción indiscriminada de alborotadores. El tren, con prioridad de paso sobre cualquier transporte militar gracias a los desvelos del pintor Josep María Sert, tiene que evitar los ataques aéreos y se ve obligado a cruzar sin luz un nuevo país en guerra desde hacía una semana, pero, al fin, el día 8 atraviesa la frontera española y un día después llega a la estación del Norte de Madrid. Las obras ya están en casa.

Se repite la historia del 31
La furia destructiva y los sentimientos iconoclastas y anticlericales surgidos del pueblo tras la proclamación de la Segunda República, alentados por la pasividad de un gobierno provisional en el que su presidente Azaña opinaba con bastante poca fortuna que «todos los conventos e iglesias no valían la vida de un republicano», parecieron quedar latentes durante cinco años opacados por los graves problemas surgidos de la conflictividad laboral en el campesinado, inculto y esclavizado, las innumerables huelgas en las ciudades promovidas por los sindicatos emergentes, los asesinatos políticos indiscriminados y la radicalización de los bandos más extremistas de las derechas y las izquierdas. Y aquella crispación imperante se vio agravada con la subida al poder en las elecciones del 16 de febrero del 36 del Frente Popular, aunque no sería hasta el levantamiento militar del 18 de julio cuando los monstruos que se habían nutrido de ancestrales fobias populares se despertaran.
En Madrid, al igual que en otras muchas ciudades españolas como Barcelona, Málaga, Bilbao o Valencia, donde el levantamiento militar no había triunfado tras la proclama de los militares sublevados, los distintos gobernadores, afectos a la República, y el mismo Gobierno en la capital, tuvieron que luchar en dos frentes opuestos para así poder rendir, de una parte, los distintos focos de insurgencia, y de la otra, contener a un pueblo enfurecido con los que, a su entender, colaboraban con los rebeldes: el clero y la oligarquía. Pero, a diferencia de las demás capitales, la gran riqueza atesorada en los palacios, iglesias y conventos de la villa de Madrid, desde que Felipe II la eligiera como capital de su imperio, y una población obrera fuertemente identificada con las izquierdas hicieron que la existencia de su inconmensurable patrimonio artístico, religioso y arquitectónico peligrara y pudiera desaparecer en su totalidad devorado por las llamas del maremágnum surgido de una guerra civil.

Y así, mientras defensores a ultranza de la República asaltaban el Cuartel de la Montaña o rendían los cuarteles de Pacífico o María Cristina, y se desesperaban solicitando del Gobierno las armas que tenía almacenadas, una turba furibunda, incontrolada y carcomida por odios ancestrales, daba rienda suelta a su sed de destrucción asaltando e incendiando palacios, iglesias y conventos; profanando imágenes y cementerios monacales, destruyendo mobiliario y obras sacras, expoliando edificios enteros y asesinando a personas no adeptas a su ideología.
Por nombrar algunas de las actuaciones más destructivas que tuvieron lugar en la capital durante los días comprendidos entre el 18 y el 20 de julio, podríamos hablar del palacio de Liria, incautado por el Partido Comunista y una parte importante de su biblioteca, numerosos documentos e innumerables y valiosos muebles fueron destruidos en una pira; de la iglesia del Buen Suceso, convertida en cuartel de milicianos después de haber sido saqueada; de las Escuelas Pías de San Fernando o la Colegiata de San Isidro, donde el fuego destruyó su cúpula, el retablo mayor y lienzos de Francisco Ricci o Luca Giordano.
Se calcula que entre el 18 y el 20 de julio fueron saqueados, incendiados y destruidos parcialmente o en su totalidad un mínimo de nueve iglesias, catorce conventos y varios palacios como el del marquesado de Torrecilla, condes de Tovar, duques de Medinaceli o los condes de Casa Valencia, convertido en checa. Y ni siquiera la octava maravilla del mundo, el monasterio de El Escorial, se libró de la furia destructora ni de la profanación de la tumba del emperador Carlos.
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