El Madrid donde vivió Cervantes era la ciudad contradictoria donde tenían cabida lo más sórdido y lo más brillante de una sociedad que se sabía el centro del universo. Y el corazón de su universo era, precisamente, Madrid, cantado hasta la hipérbole por grandes escritores del Siglo de Oro español.
Era el Madrid de las damas tapadas, los hidalgos orgullosos, las dueñas celestinescas, los avispados criados, los maridos celosos y engañados, los lindos extravagantemente engalanados, los espadachines a sueldo, los mendigos y los pícaros… Vamos a recorrer brevemente ese Madrid cervantino y contemplar el marco donde se desarrolló su vida y su ingenio, y cómo era la vida de la variopinta sociedad madrileña, a cuyo lado iba a desarrollarse la trayectoria vital y literaria de este gran genio de las letras hispanas.
Los hidalgos conformaban el segmento inferior del estamento nobiliario, constituido este, además, por la nobleza titulada y los caballeros, y todos participaban del privilegio de la condición de noble, que era la exención de los pechos, es decir, de la inmunidad tributaria, estando también libre de toda prestación personal o real, aunque sí debían contribuir a ciertos gastos municipales, como la reparación de muros, cercas, puentes y fuentes.
Las principales ocupaciones de un hidalgo rural de mediana labranza, aparecen descritas admirablemente en el Quijote. Consistían estas en la administración de su hacienda y en el ejercicio de la caza. Tanto una como la otra estaban abandonadas en el caso de don Alonso Quijano por su afición a la lectura y en detrimento de su patrimonio «vendió muchas fanegas de tierra de sembradura para comprar libros de caballerías en que leer».
Muy abundante era en el Madrid cervantino el uso de bebidas múltiples, espirituosas o refrescantes, creadas o difundidas entonces muchas de ellas. Para su consumo había numerosos puestos y tiendas ad hoc. La más general y vulgar era la taberna, plaga de la coronada villa en aquellos tiempos, porque hacia 1600 había en Madrid nada menos que 391 tabernas. Podría decirse bien aquella popular redondilla: «Es Madrid ciudad bravía, / que, entre antiguas y modernas, / tiene trescientas tabernas / y una sola librería».
El chocolate fue otra de las bebidas favoritas de las damas y de los caballeros del Siglo de Oro. Se le llamaba también soconusco. Se tomaba frío, caliente, hecho con leche y yemas de huevo, con canela, etc. Después de sorber las jícaras —siempre más de una, a veces hasta seis o siete en reuniones de damas y dos o tres veces al día— se solía tomar agua extremadamente fría.
En cuanto a la comida corriente de la mayoría de los ciudadanos, la más peculiar y popular era, sin duda la olla podrida, compuesta por muchos materiales, como eran carnero, vaca, pernil, pollos y otras aves y cosas, que la hacían muy sustanciosa y regalada. Podrida es lo mismo que poderida o poderosa y al revés que otros platos hoy en desuso, despierta la impresión de algo suculento, por el entusiasmo que tal manjar inspiraba a Sancho Panza en sus días de gobernador de Barataria. Bien pudiera ser el antecedente lejano de nuestro cocido madrileño.