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Los libreros en el Siglo de Oro no constituían un grupo socioeconómico homogéneo, pues todo dependía del mayor o menor rango del negocio. Este iría desde la gran librería que desarrollaba todas las actividades anteriormente descritas, pasando por los establecimientos medianos donde se vendía tanto libro nuevo como viejo o usado, hasta llegar al pequeño puesto de libros dispuesto en cualquier lugar de la ciudad: los llamados libreros de mesa. Estos últimos supusieron siempre motivos de enfrentamientos en el gremio, pues los establecidos insistían en que los de mesa aceptaban mercancía sustraída o robada, que no presentaban la obligada memoria anual al Santo Oficio, y que, en resumidas cuentas, ofrecían una desleal forma de competencia.

En Madrid, estos comerciantes de mercadillo podían deambular por calles y plazas o, por el contrario, tener instituidos sus lugares de venta. Sería el caso, por ejemplo, de la Cárcel de Madrid, donde era común ver a los más conocidos ambulantes: Jean Berger, Francisco de Alcocer, Mateo de Quirós, Francisco Regort, Blas de Castro o Antonio Cabañas. Solían vender mercancía de segunda mano, es decir, libro usado, que al igual que ahora, era muy buscado por los coleccionistas y también por aquellos que buscaban una forma de adquirir volúmenes a bajos precios. También se hallarían personas, ajenas a la profesión, que vendían y compraban libros en sus propios domicilios, siendo entonces su labor bastante conocida por los bibliófilos, y por supuesto, nuevamente denostada por los libreros.

En el escalafón más bajo se situarían los vendedores de literatura de cordel, los ciegos y los vendedores callejeros de hojas sueltas y relaciones. Estos pliegos de cordel, a modo de folletos, eran cuadernillos de pocas hojas —bien manuscritos, bien impresos— que originariamente llevaban los buhoneros y ciegos atados a su cintura con una cinta o un cordel, de donde toma su nombre genérico. Otras veces eran colgados y expuestos en los puestos callejeros con unas cañitas a modo de pinzas. Estos vendedores recitaban sus contenidos llamando la atención del público vendiéndolos a cambio de escasa monedas. Los ciegos que vendían estos pliegos pertenecían a la Hermandad de la Visitación, y en ocasiones, hacían valer sus privilegios para la venta frente a los intereses de algunos impresores y libreros.

A diferencia del sector de los impresores, las librerías españolas sí que constituirían, en líneas generales, un negocio desarrollado y establecido. Nuestros libreros tenían sus fondos más o menos actualizados, tanto en lo publicado dentro de nuestros reinos como en los de fuera. Ya no había que encargar fuera las últimas novedades, pues existía un número suficiente de libreros, tanto españoles como foráneos afincados en España, que importaban las obras editadas en las grandes casas editoriales europeas, sedes que, por otra parte, tenían también sus propios distribuidores en nuestro país. Del xvii madrileño podemos citar paradigmas de poderosos libreros como Francisco de Robles, Francisco López, Juan Antonio Donet, Alonso Pérez de Montalbán, Francisco Anisan o Gabriel de León. Todos manejaban fuertes cantidades de dinero en sus transacciones, siendo además poseedores de numerosos bienes. Por citar un ejemplo concreto: Gabriel de León, librero y editor, llegó a ser recaudador de impuestos sobre el papel; tuvo criados, casas, coche y cochero, además de ser un notorio prestamista.

 Otros oficios relacionados con el libro y su elaboración serían: los lamineros o abridores de láminas, entre los que destacan en la Corte Juan de Courbes, Mateo Díaz, Juan Farne, Juan Bautista de Morales, Juan Navarro y Juan Peyron; los pergamineros; y los llamados escritores de libros, que trabajaban en los talleres de encuadernación rotulando títulos en los lomos de los libros o haciendo las veces de copistas.

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