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Por la Villa y Corte han transcurrido personajes de lo más variopinto y singular. Seguramente uno de ellos sea Ruy González de Clavijo, a quien una placa recuerda en la Costanilla de San Andrés. Apodado el Orador por su facilidad de palabra, este camarero del rey fue enviado por el monarca Enrique III al lejano reino de Tamorlán en un viaje y odiseas casi sin precedentes en aquel momento.

Este personaje es uno de los más relevantes en la historia de la diplomacia de nuestro país en el Medievo, y la descripción del periplo que realizó hasta Samarcanda por orden de su rey, Enrique III el Doliente, lo incluyen entre los escritores más importantes sobre relatos de viajes que se han escrito, entre los que destacaremos al veneciano Marco Polo con su Libro de las maravillas, con el que creó un género literario, escrito un siglo antes de que Clavijo nos relatara su aventurado y peligroso viaje a tierras tan lejanas, pero tan importante e interesante como el del veneciano.

Pero hay que ser conscientes de que Clavijo no ha tenido su fama, porque no ha sido objeto de una propaganda similar a la del veneciano, pero se le puede considerar con toda efectividad y verdad, como un Marco Polo a la madrileña.

Ruy González de Clavijo nació en Madrid, y su niñez y juventud transcurrió en esta villa, por la que siempre sintió un profundo y verdadero cariño, y cuya característica principal eran sus calles estrechas y empinadas, silenciosas y recoletas, por sus plazuelas, acogedoras y tranquilas. Un Madrid medieval pequeño, ajeno por completo a su destino de gran capital de las Españas que la historia le depararía siglos después.

La vida de la población cristiana de la collación de San Andrés, barrio en el que nació y vivió Clavijo, transcurría en torno a la iglesia de San Andrés y el gran azoche (plaza o zoco) ubicado en este espacio de la plazuela de la Paja, denominada así por subastarse en ella la paja que para el mantenimiento de sus caballerías se otorgaba a los canónigos de la capilla del Obispo, plaza que tendrá enorme importancia, como ya veremos, en la vida de Clavijo. En esta plazuela, los juglares ambulantes recitaban sus romances a los sones de cítaras, salterios y arpas, mientras las danzadoras se cimbreaban a los dulces compases de flautas y caramillos, embelesando a los madrileños que se cerraban en apretados corros admirando, con admiración casi infantil, aquellos espectáculos callejeros.

En plena juventud de Clavijo, era rey de Castilla Enrique III el Doliente, que fue un buen rey de gran importancia en la vida de Clavijo, y también para Madrid, villa muy querida por él. Después de varios años ausente por motivos bélicos relacionados con la Reconquista, el monarca tornó a poner su residencia en Madrid, y recordando quizá que se vio obligado a abandonarla cuando era un niño, por falta de fortaleza y seguridad, resolvió duplicar los baluartes del Alcázar, construyendo al par, en los antiguos, nuevas y muy fornidas torres que existían aún muy entrado el siglo xvii. Terminadas estas obras, depositaba don Enrique en el Alcázar de Madrid el tesoro real, exhausto en otras épocas, y en este tiempo desahogado, aunque no abundante. Madrid parecía, desde ese instante estar designada cual asiento de la corte de Castilla. Fue este joven monarca quien terminó con esa especie de autonomía que la villa había disfrutado por siete años, cuando el peculiar personaje León V de Armenia, a la sazón señor de Madrid por culpa de Juan I que se lo donó, abandonó Madrid para irse a París, donde murió pocos años después, dejando la villa sin cabeza visible de gobierno. Madrid, como se ha dicho, se autogobernó a sí mismo durante este tiempo, realmente protagonizando una de las autonomías históricas más antiguas que han existido en la Península. Pero esta autonomía finalizó cuando Enrique III, en el año 1391, por una Real Orden, restituyó Madrid a la Corona de Castilla, con la radical prohibición de volverla a donar o vender.

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